Hace unos días juré la nacionalidad española: inserte aquí el emoji de la sevillana. Juré lealtad al Rey y obediencia a la constitución y a las leyes del estado y lo hice frente a una foto del Rey antiguo. Aún no sé si fue una trampa, pero me llena de orgullo y satisfacción tener al fin un pasaporte que sirve para algo más que para coleccionar cromos de Dragon Ball. Podríamos echarnos todos unas risas al respecto, pero nada de esto viene al caso.

Lo que viene al caso es que hace seis años me fui.

Un día cogí mis maletas y me fui de Lima, mi ciudad, para venir a estudiar a Madrid. Iba a ser una mudanza temporal, de sólo un año, pero como suele pasar con la mayoría de las cosas que me propongo, nada salió como lo tenía planificado. Y me quedé. Me dijeron que vivir en el extranjero me haría aprender muchas cosas importantes, y vaya que sí aprendes.

Aprendes que tu vida cabe en dos maletas. Mary Poppins es una sucia principiante a tu lado y, sin saber cómo, logras comprimir en 2 maletas de 23kg todo aquello que eres tú. Te despides de tu mono de peluche (¡Me lo regalaron cuando tenía TRES AÑOS! ¡No sé lo que es vivir SIN ÉL!) y al no echarle nunca de menos (¡¿QUÉ peluche?!) aprendes que tanto los afectos como los recuerdos saben viajar contigo ahí a donde vayas.

Aprendes a encender la aspiradora. A pintar paredes. A usar una llave inglesa y a destapar tuberías. Como si fuera poco, cocinas como una maestra, martilleas como una campeona y planchas como una profesional. Aprendes a hacer cosas nuevas sin ayuda ni miedo y es al superar tus propios límites (¡He horneado un pastel YO SOLA! ¡Al fin he entendido los principios básicos DE LA ELECTRICIDAD!) que descubres a qué sabe la verdadera libertad.

Aprendes a no tener a nadie que te lleve sopa cuando tienes 39 de fiebre ni a nadie a quien abrazar cuando al fin terminas de montar tu cómoda VanHausenstrausen del IKEA. Tus 400 amigos de Facebook están cruzando un océano muy, muy grande y ocurre lo inevitable: te sientes sola. Pero aprendes a enfrentarte a tu propia compañía, a reconciliarte con quien eres en esencia (¡Puedo ver 22 capítulos seguidos de Anatomía de Grey en pijama y VIVA LA VIDA!) y, sobre todo, a que te guste muchísimo pasar tiempo a solas contigo para hacerte todos los selfies del mundo mundial.

Aprendes que la línea entre lo normal y lo anormal es difusa. ¿Pero QUIÉN es el ANORMAL que desayuna PAN CON ACEITE? Tú, a las dos semanas de mudarte de país. Adoptas nuevas costumbres, cambias, desaprendes y, sin que te lo esperes, pones a prueba tus creencias y tus miedos al rodearte de gente distinta, cada cual con su equipaje y su historia. Te vuelves más tolerante y aprendes a acostumbrarte a todo, incluso a que la luz del baño y la cocina estén FUERA del baño y la cocina (¡¿pero QUÉ carajos?!)

Aprendes a que los extraños no te aterroricen. Creíste siempre que los verdaderos amigos se hacían antes de los 30 y que tu grupo de amichis no admitía nuevos miembros (Friends y Cómo conocí a vuestra madre, HOLA) y asumes la posición cómoda de no hacer amigos porque a los tuyos los tienes a 5 minutos en taxi. Cuando esos 5 minutos se convierten en 12 horas del concepto moderno de tortura (AirEuropa) aprendes a derribar tus muros y creencias y creas lazos nuevos, igual de profundos (¡Hola CHUCHU!) pero diferentes que tus lazos de la niñez. Y mola. Mola muchísimo…

…aunque aprendes que no mola nada que la vida continúe sin ti. Los amigos de tu ciudad forman nuevos subgrupos y tú ya no formas parte de ellos; no pillas la mitad de las bromas y te pierdes de ver a sus hijos crecer. En el camino pierdes amigos, pero descubres que los indispensables se mantienen siempre ahí. La tecnología, Whatsapp y Skype ayudan un montón (¡HOLA, sólo quería mandarte este mensaje de voz para REPRODUCIRTE los DESQUICIANTES SONIDOS que hizo el tipo con el que me lié ayer!) y saber que te esperan todas las navidades lo hace más fácil. La perspectiva de vivir con ellos un Leaving las Vegas pero sin morirte al final, también.

Aprendes que NUNCA serás de aquí. Que por más que tu DNI diga otra cosa y por más años que lleves aquí, “PAJA” nunca significará lo mismo que en tu país de origen, los códigos compartidos serán escasos y tendrás siempre problemas de comunicación (¡Conjugar en VOSOTROS es DIFICILÍSIMO!), pero que es genial tener tu identidad propia: conocer la quinoa desde antes de que fuera cool y mantener tu acento, un poco cantado y sin diferenciar eses de zetas. Además, siempre puedes vengarte con tus amichis de aquí de Madrid cuando te hagan preguntas de este tipo:

IMG_4447Una mención especial a Puto Coñazo por llenarme el whatsapp con cosas así.

Sobre todo, aprendes que es posible tener dos hogares. Sabes de sobra que tu hogar no lo determina la ciudad donde naciste ni tu lugar de residencia: lo determina el lugar donde te sientes en casa y tú, querida, te sientes en casa en más de un lugar. Te preguntas constantemente cómo hubiera sido tu vida si nunca te hubieras ido o cómo sería si volvieses, ya que tu perspectiva sobre tu lugar de origen ha cambiado y te has reconciliado al fin con él. Los portugueses tienen una palabra bellísima, Saudade: la melancolía esa que sientes cuando estás lejos de aquello que quieres. Con mi doble nacionalidad y sintiendo tanto arraigo por este país que no es el mío, estoy condenada a sentir Saudade ahí a donde vaya. He aprendido que al corazón le nacen sucursales y puedes sentir como tuyos todos esos lugares donde has crecido. Porque de los lugares en los que creces… de esos nunca te olvidas.

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