Hace tres años me tocó pasar por un duelo muy duro. Todo el mundo habla de los duelos por fallecimiento, los duelos por rupturas amorosas, etc.; pero nadie cuenta cómo es un duelo cuando una buena amistad se rompe sin previo aviso. Es de las cosas más dolorosas y desconcertantes que me ha pasado nunca. No era una amistad cualquiera, era una persona con la que había conectado a otro nivel desde el principio. Una chica con la que coincidí, de casualidad, en un lugar en el que no estuve mucho tiempo. Desde la primera vez que no nos quedó más remedio que hablar, no pudimos parar de hacerlo.

Poco a poco nos fuimos conociendo mejor. Yo estaba en el mejor momento de mi vida, con pocas preocupaciones y logrando varios éxitos personales. Ella, sin embargo, pasaba por una etapa bastante dura, pero eso no le impidió alegrarse por mí y contagiarse de mi alegría. Menos de un año después de conocerla ya era parte de mi familia, de mi casa. Sabía todo de mí, de mis gustos, mis aficiones, mis traumas, mis preocupaciones… Encajaba a la perfección con todos mis grupos de amigos, con mi familia (la que estaba formando y de la que procedía), se puede decir que éramos inseparables.

Pasó algún tiempo y nuestra vida evolucionó hacia lugares con los que no contábamos ninguna de las dos. Yo empecé a sentirme mal, la soledad de viejas angustias me ensombreció un poco la vida mientras a ella empezaba a sonreírle por fin. Existía una amenaza de distanciamiento, con la que yo estaba de acuerdo, aunque no fuera el mejor momento para mí. Pero, tras un par de meteduras de pata que yo no supe transmitir y ella no supo ver, apareció Esa Persona. Todos sabéis quien es. Es esa persona que siempre aparece cuando hay conflicto para avivar la llama, aunque esté ya casi apagada; esa que no soporta que, habiendo conflicto, no acabe en pelea, que necesita vivir en un eterno drama y si no lo hay lo inventa. Y cada día estaba ahí, envenenando mis nervios en el momento más frágil, recordándome cada feo, cada mal gesto… Y un día dije “¡Basta!” Necesitaba claramente espacio y tiempo y así se lo expresé a las dos. Pero un carroñero es siempre un carroñero, y cuando hay un animal moribundo siempre van a estar ahí, porque si la estocada final es fácil de dar, podrán alimentarse de un lujoso manjar. Así que allí estaba, aquella persona que yo creía tan cercana contándome todas las cosas terribles que, quien yo creía mi otra mitad, había dicho de mí. Todas esas veces que había ridiculizado mi dolor, criticado mi papel de madre, pisoteado toda mi confianza hablando de mi relación de pareja y hasta de mis finanzas. No podía soportar tanto dolor. No entendía qué podía haber pasado por la cabeza de aquella persona para haber jugado conmigo de esa manera. No pude esperar a verla, el corazón se me quería salir del pecho para ir a su lado y pedir una cura inmediata, pero no podría ser. Sentencié nuestra a mistad con testigos, argumentos y creyendo tener todo lo necesario en mi mano. Miraba a Esa Persona y le pedía entre llantos y sollozos que me dijera que todo era mentira, que era una pesadilla, pero cuanto más dolor sentía, más situaciones desleales me contaba. Se iba acordando poco a poco de aquellas frases lapidarias que mi otra mitad había dicho…

Fueron tiempos difíciles. Tardé meses en dormir a gusto. Me seguía el impulso de contarle las cosas importantes que me iban pasando, me torturaba no poder conversar de ciertas cosas con ella, pues no lo había hecho con nadie antes. Mi otra mitad había arrancado su mano de mi pecho llevándose la paz de mi hogar. Todos en casa lloramos su traición y nos negamos a olvidar su nombre. Por mi parte, el tiempo convirtió el dolor en rencor, nunca nadie había conseguido hacerme tanto daño y no entendía el por qué.


Pasaron un par de años y Esa Persona me mintió de una forma absurda y sin necesidad alguna. Por una tontería sin importancia. Pero algo dentro de mi descolocó la caja más baja de una enorme pila de confianza y, al tambalearse, me trajo el recuerdo de una amistad rota. Comencé a poner en duda algunas cosas demasiado fantasiosas que le ocurrían, empecé a ver que sus consejos siempre se basaban en mentir a alguien para conseguir tu objetivo, que las cosas que yo había vivido con ella las contaba de una forma que podrían ser verdad, pero no lo eran. Todo era falso, todo era dramático y en todas las situaciones ella era la única sincera, la única víctima, la única que sufría. Pero esta vez la había pillado. Esta vez había visto la verdad y algo en el corazón me hizo coger el teléfono y llamar a quien más daño me había hecho en la vida.

“Estoy analizando lo que ocurrió hace ya mucho tiempo, quizá demasiado para que esta conversación tenga sentido, pero necesitaba quitarme esto de encima. Yo me fui de tu lado porque habían pasado estas cosas. Ahora puedo poner en duda la veracidad de la información que tenía y, si es así, lo siento.”

“Al fin te das cuenta. Jamás diría nada malo de ti.” Y con eso, toda la amargura, el dolor y la incomprensión corrió río abajo desde mi alma hacia fuera, dejando al descubierto solo los recuerdos reales de lo que yo viví. Entendí su enfado, entendí su indignación. Pero ahora tenía que hacerle entender mis razones, pues no era la única víctima en esto. Y lo entendió, aunque fuera tarde y no hubiese nada que hacer por ese vínculo destrozado entre nosotras, lo entendió y se alivió conmigo al saber que lo que ambas habíamos vivido no era mentira, había sido real.


Ahora convivo con el dolor de quien sabe que lleva toda una vida desperdiciando su energía en quien no lo merece y la esperanza de poder poner un cierre más bonito a aquella hermosa amistad. Nunca podrá ser lo que fue, pero al menos espero poder verla, abrazarla y perdonarnos mutuamente tanto daño, y desde ahí ver si quizá podemos ser amigas. Independientes, sin mitades, completas la una y la otra, sin compromisos ni acuerdos, sin responsabilidades ni promesas futuras. Simplemente amigas.